Tomado de revista Portales del Colson
La política nacional se encuentra enfrascada entre dos frentes distintos: un gobierno con flacos o nulos resultados en los principales problemas del país, y una oposición incapaz de construirse como una opción confiable para sustituir al gobierno. Ambos bandos crecen en miembros y errores. Esto tiene como consecuencia que el ambiente de polarización escale cada día un poco más.
Las discusiones entre estos grupos son estériles y violentas, los dos llevan la intransigencia como sello distintivo, ambos muestran incapacidad para comprender que el tono de sus discusiones le abona más al clima de violencia del que queremos salir, que a la solución de los profundos problemas nacionales.
Por un lado se encuentran los defensores del nuevo régimen, cuyos argumentos más fuertes se encuentran siempre en las perversidades del pasado, representadas estas principalmente por los partidos políticos tradicionales.
Este bando construye su narrativa sobre un maniqueísmo en donde curiosamente, ellos son los depositarios de todas las virtudes, en tanto que sus opositores, son la encarnación del mal. El bando del régimen también se cobija en una superioridad moral que no ha podido pasar nunca del supuesto al hecho.
Ante los presuntos (pero evidentes) actos de corrupción o inmoralidad de sus actores políticos hay dos líneas de acción claramente definidas y ninguna tiene que ver con reconocer el error: 1) regresar al pasado para criticar a la oposición y, 2) atacar sin mesura y sin descanso al que se atrevió a dar a conocer el hecho o emitir la crítica.
Por otro lado, se encuentra la oposición, integrada por los tres partidos políticos más tradicionales del país (tal vez dos, dependiendo de lo que pase con la votación de la Reforma Eléctrica del Presidente). Aquí, los argumentos descansan en detener las políticas del presidente que perciben como erróneas (que las hay) y, en no permitir los intentos de concentrar aún más el poder (que los hay). Pese a que el discurso es el esperado, la oposición ha sido incapaz de convencer al ciudadano promedio.
La posible explicación se encuentra en las desgastadas siglas de sus partidos y a que son, en buena medida, los principales culpables de muchos de los problemas del país en la actualidad. Hay que agregar, que además de su nocivo pasado, en el presente sus decisiones se acercan al error con frecuencia. Por mencionar solo algunos, en el caso del PAN destaca la firma de la carta con VOX España, la simulación de un ejercicio democrático para renovar su dirigencia nacional, así como el hecho de darle juego político a un ex gobernador que recientemente estuvo encarcelado por presuntos actos de corrupción y hoy se encuentra en libertad condicional.
En el caso del PRI la cosa no pinta distinto, sus actores políticos son, por decir lo menos, sobre los que la percepción ciudadana resulta más crítica, dura e inmodificable. No han podido sacudirse la administración de Enrique Peña Nieto en lo federal, ni tampoco las de Javier Duarte, César Duarte, de los hermanos Moreira y de casi cualquier otro miembro de su partido que ha gobernado una entidad bajo las siglas de ese partido.
Desde esa óptica, tal vez las únicas palabras del presidente que tienen sentido son las que dispara en contra de la oposición cuando afirma que esta se encuentra “moralmente derrotada”.
Sin embargo, a pesar de que sea cierta su afirmación, no significa que el gobierno sea moralmente victorioso. La realidad es más grande y compleja que el simplista maniqueísmo de buenos y malos.
Lastimosamente, los ciudadanos nos encontramos entre dos bandos moralmente derrotados y enfrascados en la discusión de cuál de los dos es peor. Entre más leña le destinen los actores políticos a la polarización, menos leña le queda al ciudadano para avivar la esperanza de mejorar el país.
*Egresado del programa de maestría en Ciencias Sociales de El Colegio de Sonora.
elinformante
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